2.4. Hacia una visión integradora de la comprensión del hombre




La verdadera visión o teoría integral del ser humano debería incluir el cuerpo, la mente, el alma y el espíritu tal y como se nos presentan en su despliegue a través del yo, la cultura y la naturaleza. Debería tratarse de una visión comprehensiva, equilibrada e inclusiva, una visión que abrazase la ciencia, el arte y la ética, una visión que englobase todas las disciplinas (desde la física hasta la espiritualidad, la biología, la estética, la sociología y la oración contemplativa) y se expresase a través de una política integral, una medicina integral, una educación integral, una espiritualidad integral...



El término integral significa reunir, unir, relacionar, abrazar, pero no en el sentido de uniformar o eliminar las fecun­das diferencias, matices y tonalidades que colorean nuestra plu­ral humanidad, sino para llegar a reconocer la unidad-en-la-di­versidad y tener así en cuenta tanto los factores comunes que compartimos como las diferencias que nos enriquecen. Y lo di­cho no sólo es aplicable exclusivamente a la humanidad, sino al Cosmos en general, ya que debemos encontrar una visión más comprehensiva en la que quepan tanto el arte como la ética, la ciencia y la religión y no pretenda reducirlo todo a un fragmento favorito del gran pastel cósmico.

Sin embargo, la propuesta de la psicología moderna es que para poder hacer un adecuado diagnóstico y explicación del ser humano, es necesario considerarlo como un ser compuesto por las misma estructuras mentales, biológicas y conductuales, que son interdependientes y mutuamente influyentes pero consideradas como parte de una unidad. Esto implica que todas las enfermedades físicas y todas las desadaptaciones psíquicas son al mismo tiempo psíquicas y somáticas.

Las consecuencias prácticas de esta concepción en su aplicación al ser humano son múltiples. Si queremos realmente entender al ser humano para poderlo desarrollar y estimular o para revertirle algunos problemas, éstas tienen que estar basadas concepciones integrativas que consideren al mismo tiempo los aspectos psíquicos y biológicos del ser humano.


Adoptando una perspectiva más descriptiva y empírica que metafísica, la Biblia no conoce una división cuerpo-alma del hombre: las dos dimensiones, espiritual y corporal, están en una simbiosis total. La distinción entre alma, espíritu y carne va dirigida a acentuar tal o cual aspecto del único ser que es el hombre. Como poseedor del alma, el hombre es un ser vivo que debe su existencia a Dios y que es capaz de relaciones personales y de sentimientos: debido al espíritu, el hombre es el testimonio vivo del poder de Dios, la expresión más elevada de la fuerza creadora de Dios. Alma y espíritu atestiguan más claramente la «proximidad» que existe entre Dios y el hombre; al contrario, en cuanto a la carne, el hombre es el ser vivo que, como otras criaturas, tiene un cuerpo, una dimensión «material» que, aunque le confiere cierta caducidad, no por ello carece de dignidad ni deja de ser buena a los ojos de Dios. En virtud de su constitución ontológica o «condición» singular el hombre trasciende al mundo, aunque pertenece a él: es «pariente» del cielo y de la tierra y en cuanto tal es destinado a la resurrección final. La Biblia, aunque excluye una visión dualista del hombre, se refiere indiscutiblemente a la copresencia de dos dimensiones del ser humano: la corporal y la espiritual, afirmando que, en virtud de esta última, el hombre es «imagen y semejanza» de Dios.

El encuentro entre el cristianismo y la cultura helenista tuvo un doble efecto. Por un lado. La visión unitaria bíblica fue siendo sustituida por una perspectiva eminentemente dualista: el cuerpo y el alma son las dos substancias que componen al hombre; por otro, se acentuará la superioridad del alma humana. Pero los Padres rechazarán la concepción del alma como parte o emanación de la divinidad y la de la unión alma-cuerpo como resultado de una especie de castigo: para ellos, todo el hombre, alma y cuerpo, está destinado a vivir la gloria futura.
A partir del s. XII se verificó un notable cambio de perspectiva, gracias a la acogida del pensamiento aristotélico que condujo a una nueva visión antropológica. Tomás de Aquino, el representante más lúcido de la nueva orientación filosófica y teológica, afirmará que la unión entre el alma y el cuerpo es parecida a la que existe entre la materia y la forma substancial; a pesar de ser realmente diferentes, el alma y el cuerpo del hombre no poseen una autonomía propia antes de la unión; en el momento de la unión, el alma se hace forma, es decir, actúa, vivifica a la materia, que a su vez recibe de ella la existencia, la perfección y las determinaciones esenciales. De aquí se deriva la profunda compenetración del alma y del cuerpo en el hombre: su unión no es accidental, sino substancial, profunda. Todas las acciones del hombre, en esta perspectiva, son el fruto del concurso de ambas «dimensiones». La unidad cuerpo-alma lleva a concebir la muerte como disolución provisional y casi innatural de la unidad misma, mientras que permite dar un sentido profundo a la promesa bíblica de la resurrección de la carne. Además, se justifica así profundamente la dimensión social e histórica del hombre.

Entre las intervenciones del Magisterio sobre la relación alma-cuerpo hay que señalar finalmente la Gaudium et spes del concilio Vaticano II, donde, según la perspectiva típicamente bíblica, se habla del hombre como unidad de alma y cuerpo que, «por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material» y recuerda que el hombre «no debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día».  Pero, al lado de esto, se remacha la convicción de que el hombre trasciende el mundo material, debido a su propia espiritualidad y a la posesión de un alma inmortal.

1 comentario :