2. Visiones antropológicas insostenibles
Visión Monista
El planteamiento de algunos filósofos es el monismo en donde el alma y cuerpo no son de naturaleza radicalmente diferente sino manifestaciones distintas de la sustancia única que constituye la totalidad de las cosas (arqué).
Esta filosofía sostiene la existencia de una sola sustancia a la que pueden reducirse como manifestaciones suyas de la totalidad de seres del universo. Se establece un único principio al que se reduce todo lo real.
Esta filosofía sostiene la existencia de una sola sustancia a la que pueden reducirse como manifestaciones suyas de la totalidad de seres del universo. Se establece un único principio al que se reduce todo lo real.
El monismo es un sistema filosófico que sostiene que en la última instancia, sólo existe una sustancia primaria en el universo; así, para el monismo materialista, la sustancia primigenia del universo sería la materia y, por el contrario, para los idealistas sería el espíritu esa sustancia básica.
Para los filósofos monistas materialistas contemporáneos la materia formada en la Gran Explosión dio lugar al universo y sólo esta materia explica la realidad.
Características del monismo:
- Admisión de una única sustancia o principio fundamental originario.
- Afirmar que esa única sustancia se manifiesta en una pluralidad de seres individuales con propiedades en apariencia distintas e incluso contradictorias entre sí.
- Como tesis ónticas, la afirmación de que gnoseológicamente, es posible armonizar la aparente oposición y diversidad de los seres individuales y reducir a todos ellos en si misma entidad, al principio o sustancia única del que se derivan.
Monismo Materialista:
Los partidarios de un planteamiento monista de la cuestión niegan la existencia de la mente como una realidad distinta del cerebro y adoptan alguna forma de reduccionismo, tratando de explicar los fenómenos mentales en términos físicos o biológicos.
Las posturas reduccionistas consideran, en general, que la distinción entre la mente y el cerebro es debida a la insuficiencia actual de nuestros conocimientos acerca de los procesos cerebrales, pero que el desarrollo científico futuro permitirá reducir los fenómenos mentales a fenómenos puramente físicos o biológicos que tienen lugar en el cerebro.
Las posturas reduccionistas consideran, en general, que la distinción entre la mente y el cerebro es debida a la insuficiencia actual de nuestros conocimientos acerca de los procesos cerebrales, pero que el desarrollo científico futuro permitirá reducir los fenómenos mentales a fenómenos puramente físicos o biológicos que tienen lugar en el cerebro.
Monismo Espiritualista:
Los partidarios de un planteamiento monista de la cuestión niegan la existencia de la mente como una realidad distinta del cerebro y adoptan alguna forma de reduccionismo, tratando de explicar los fenómenos mentales en términos físicos o biológicos.
Las posturas reduccionistas consideran, en general, que la distinción entre la mente y el cerebro es debida a la insuficiencia actual de nuestros conocimientos acerca de los procesos cerebrales, pero que el desarrollo científico futuro permitirá reducir los fenómenos mentales a fenómenos puramente físicos o biológicos que tienen lugar en el cerebro.
Las posturas reduccionistas consideran, en general, que la distinción entre la mente y el cerebro es debida a la insuficiencia actual de nuestros conocimientos acerca de los procesos cerebrales, pero que el desarrollo científico futuro permitirá reducir los fenómenos mentales a fenómenos puramente físicos o biológicos que tienen lugar en el cerebro.
2.1. Visión Dualista
Platón plantea una interpretación del ser humano similar a la que planteaban el orfismo y el pitagorismo: el hombre es una realidad dual, está formado por la unión de dos elementos, uno que proviene del mundo sensible: el cuerpo; y otro que pertenece al mundo de las ideas: el alma. El hombre es por tanto un compuesto de cuerpo y alma o, como dirá siglos más tarde San Agustín, un alma encerrada en un cuerpo.
Platón afirma que el alma consta de tres “partes” (entendiendo el término “parte, no como si el alma estuviese dividida en partes materiales, sino como “función” o “principio de acción”): racional, irascible y concupiscible. Estas tres partes están en conflicto entre sí y representan distintos aspectos de las actividades psicológicas del ser humano: la razón, las pasiones o sentimientos nobles y los apetitos o deseos, respectivamente.
a) Aspecto racional: cuya misión es el conocimiento, la ubica en la cabeza. Es la que diferencia al ser humano de los animales y es el aspecto más elevado e inmortal por estar emparentado con las Ideas. Es la parte que podemos considerar separable del cuerpo. Su virtud es la sabiduría (sofía), se rige por la razón y su función es el gobierno racional del cuerpo conforme a lo inteligible y perfecto.
b) Aspecto irascible o emotivo: es común a los animales y, por no ser separable del cuerpo, es mortal. Su virtud es la fortaleza (andreía), se rige por el valor y en ella residen los impulsos nobles, los deseos de fama, honor y la rebelión ante lo injusto. Su función es la de impulsar a la acción, la de querer: permite que los seres humanos superen el dolor y renuncien a los placeres cuando la parte racional así lo decida.
c) Aspecto concupiscible: es, como el anterior, no separable del cuerpo y, por tanto, mortal. Su virtud es la templanza (sofrosine), es decir, la moderación de los placeres, se rige por el deseo y su función es la de manifestar todo aquello que desea el cuerpo.
De modo general, esta visión postula que el hombre es: por un lado, cuerpo, y por otro,
espíritu, es decir un ser dual, partido en dos.
Debido a todo lo que se desarrolló en base a este pensamiento se empezaron a crear o interpretar ideas como estas:
Si el hombre es cuerpo por un lado y espíritu por otro y, entre contexto, lo más importante
es el espíritu y lo menos importante el cuerpo, muchos creyentes, por ejemplo, pensaban
que: “hagamos lo que más nos plazca con el cuerpo, pues, que a la final es nuestro, que del
espíritu ya se encargará Dios.”
2.4. Hacia una visión integradora de la comprensión del hombre
La verdadera visión o teoría integral del ser humano debería incluir el cuerpo, la mente, el alma y el espíritu tal
y como se nos presentan en su despliegue a través del yo, la cultura y la naturaleza.
Debería tratarse de una visión comprehensiva, equilibrada e inclusiva, una visión que abrazase la ciencia, el arte y la ética, una
visión que englobase todas las
disciplinas (desde la física
hasta la espiritualidad, la biología, la estética, la sociología y la oración
contemplativa) y se expresase a través de una política integral, una medicina integral, una
educación integral, una espiritualidad integral...
El término integral significa reunir, unir,
relacionar, abrazar, pero no en el sentido de uniformar o eliminar las fecundas
diferencias, matices y tonalidades que
colorean nuestra plural humanidad, sino para llegar a reconocer la unidad-en-la-diversidad y tener así en cuenta tanto los
factores comunes que compartimos como
las diferencias que nos enriquecen. Y lo dicho no sólo es aplicable
exclusivamente a la humanidad, sino al
Cosmos en general, ya que debemos encontrar una visión más comprehensiva en la
que quepan tanto el arte como la ética,
la ciencia y la religión y no pretenda
reducirlo todo a un fragmento favorito del gran pastel cósmico.
Sin embargo, la propuesta de la psicología
moderna es que para poder hacer un adecuado diagnóstico y explicación del ser
humano, es necesario considerarlo como un ser compuesto por las misma estructuras
mentales, biológicas y conductuales, que son interdependientes y mutuamente
influyentes pero consideradas como parte de una unidad. Esto implica que todas
las enfermedades físicas y todas las desadaptaciones psíquicas son al mismo tiempo
psíquicas y somáticas.
Las consecuencias prácticas de esta concepción en su aplicación al ser humano son múltiples. Si queremos realmente entender al ser humano para poderlo desarrollar y estimular o para revertirle algunos problemas, éstas tienen que estar basadas concepciones integrativas que consideren al mismo tiempo los aspectos psíquicos y biológicos del ser humano.
Las consecuencias prácticas de esta concepción en su aplicación al ser humano son múltiples. Si queremos realmente entender al ser humano para poderlo desarrollar y estimular o para revertirle algunos problemas, éstas tienen que estar basadas concepciones integrativas que consideren al mismo tiempo los aspectos psíquicos y biológicos del ser humano.
Adoptando una
perspectiva más descriptiva y empírica que metafísica, la Biblia no conoce una
división cuerpo-alma del hombre: las dos dimensiones, espiritual y corporal,
están en una simbiosis total. La distinción entre alma, espíritu y carne va
dirigida a acentuar tal o cual aspecto del único ser que es el hombre. Como poseedor del alma, el hombre es un ser
vivo que debe su existencia a Dios y que es capaz de relaciones personales y de
sentimientos: debido
al espíritu, el hombre es el
testimonio vivo del poder de Dios, la expresión más elevada de la fuerza creadora de Dios. Alma y espíritu atestiguan más
claramente la «proximidad» que existe entre Dios y el hombre; al contrario, en cuanto a la carne, el hombre es el ser
vivo que, como otras criaturas, tiene un cuerpo, una dimensión «material» que,
aunque le confiere cierta caducidad, no por ello carece de dignidad ni deja de
ser buena a los ojos de Dios. En virtud de su constitución ontológica o
«condición» singular el hombre trasciende al mundo, aunque pertenece a él: es
«pariente» del cielo y de la tierra y en cuanto tal es destinado a la
resurrección final. La Biblia, aunque excluye una visión dualista del hombre,
se refiere indiscutiblemente a la copresencia de dos dimensiones del ser
humano: la corporal y la espiritual, afirmando que, en virtud de esta última,
el hombre es «imagen y semejanza» de Dios.

El encuentro entre el
cristianismo y la cultura helenista tuvo un doble efecto. Por un lado. La visión unitaria
bíblica fue siendo sustituida por una perspectiva eminentemente dualista: el
cuerpo y el alma son las dos substancias que componen al hombre; por otro, se
acentuará la superioridad del alma humana. Pero los Padres rechazarán la
concepción del alma como parte o emanación de la divinidad y la de la unión
alma-cuerpo como resultado de una especie de castigo: para ellos, todo el hombre, alma
y cuerpo, está destinado a vivir la gloria futura.
A partir del s. XII
se verificó un notable cambio de perspectiva, gracias a la acogida del
pensamiento aristotélico que condujo a una nueva visión antropológica. Tomás de
Aquino, el representante más lúcido de la nueva orientación filosófica y
teológica, afirmará que la unión entre el alma y el cuerpo es parecida a la que
existe entre la materia y la forma substancial; a pesar de ser realmente diferentes, el alma
y el cuerpo del hombre no poseen una autonomía propia antes de la unión; en el
momento de la unión, el alma se hace forma, es decir, actúa, vivifica a la
materia, que a su vez recibe de ella la existencia, la perfección y las
determinaciones esenciales. De aquí se deriva la profunda compenetración del alma
y del cuerpo en el hombre: su unión no es accidental, sino substancial, profunda. Todas las acciones del
hombre, en esta perspectiva, son el fruto del concurso de ambas «dimensiones».
La unidad cuerpo-alma lleva a concebir la muerte como disolución provisional y
casi innatural de la unidad misma, mientras que permite dar un sentido profundo
a la promesa bíblica de la resurrección de la carne. Además, se justifica así
profundamente la dimensión social e histórica del hombre.
Entre las
intervenciones del Magisterio sobre la relación alma-cuerpo hay que señalar
finalmente la Gaudium et spes del concilio Vaticano II, donde, según la
perspectiva típicamente bíblica, se habla del hombre como unidad de alma y
cuerpo que, «por su misma condición corporal, es una síntesis del universo
material» y recuerda que el hombre «no debe, por tanto, despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio
cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día». Pero, al lado de esto, se remacha la
convicción de que el hombre trasciende el mundo material, debido a su propia
espiritualidad y a la posesión de un alma inmortal.
2.3 Posibles consecuencias etho-políticas de las visiones insostenibles
2.3.1 De la visión monista.
El considerar que el hombre es nada más que materia lo lleva al extremo de la cosificación, hace comprender al mundo que el hombre es objeto ilimitado de explotación que ha tomado énfasis en la modernidad y posmodernidad.
2.3.2 De la visión
dualista.
Al considerar el hombre conjunto de dos partes, alma y
cuerpo conlleva a verle fraccionado.
Creer que el alma es superior al cuerpo y como consecuencia
se considera al hombre desencarnado del mundo, por esta visión se determina
como algo no necesario para realizarse humanamente, a tal punto que el hombre
se aparte de él.
El conflicto cuerpo-espíritu, es un dilema viejo que se lo
sigue determinando se lo ha retomado bajo el problema mente-cerebro, se
manifiesta Ruiz de la Peña que se debe discutir más del problema (el ser del
hombre) y (el valor del hombre). Si el hombre es más valor es más ser. El ser
revela el obrar, de ahí que el hombre no puede ser reducido a simple biología o
materia.
Como lo argumenta Ruiz de la Peña la cuestión del espíritu,
conlleva a un problema ético y político: El hombre reducido a materia queda a
merced de las leyes de la física y nada más un hombre experimentable igual que
el mundo y las cosas.
A modo de conclusión de esta crítica por el hombre no han
sido superadas y han vuelto a la carga por dos fenómenos a.-) El capitalismo
neoliberal que se ha afianzado en lo materialista en la filosofía del tener Y; b.-) La posmodernidad que exalta
unilateralmente el culto al cuerpo a través de la filosofía de la estética que
ha generado en un estetismo.
A partir de estas tendencias y de la antropología
personalista y cristiana no se puede sostener una visión dualista o monista del
hombre esto llevaría a una fracturación del ser.
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